El Cura de Ars
Buenos
días, amigo/a
El sacramento de la confesión puede ser una experiencia profundamente
liberadora que nos ayude a crecer y a vivir mejor. Sin embargo, nuestras
confesiones no siempre son un momento intensamente vivido. A veces las sentimos
como una molestia necesaria, o como un ejercicio de rutina. Bien preparada y
recibida con frecuencia, la confesión ayuda a conocerse mejor.
Que un hombre en vida sea
visitado en peregrinación, que las multitudes acudan a venerarlo como a una
reliquia, es un hecho más único que raro. Durante 30 años, la humilde aldea de
Ars fue testigo de una tal maravilla: multitudes, que sin cesar se iban renovando,
se postraban de rodillas para confesarse. Desde 1827 a 1859, la iglesia no
estuvo ni un momento vacía. Un día de 1829, después de la oración de la tarde,
el Cura de Ars acababa de subir a su habitación. De repente, un recio puñetazo
conmueve la puerta del patio. Después de dos o tres sacudidas a cuál más
violenta, el Cura se decide a bajar y abrir. Un carretero le está aguardando.
Ha dejado los animales delante de la iglesia. “Venga, le dice, es un asunto
delicado; quiero confesarme y enseguida”.
La confesión tranquiliza la conciencia, consuela el
corazón, ayuda a superar la fuerza del mal y del pecado en nosotros, es una
respuesta coherente al llamado a la conversión que nos hace la Palabra de Dios y es ocasión
para experimentar el amor infinitamente paciente y misericordioso de Dios.
Anímate a recibirlo, al menos una vez año, durante el tiempo pascual. P.
Natalio.
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