Ubicarme ante Dios
Buenos
días, amigo/a
Si lees asiduamente
la Biblia, te
formarás una idea más clara y rica de Dios. Pensarás con acierto que es eterno
e inmutable, santo y perfectísimo, fiel y misericordioso, omnisciente y
sapientísimo, grande y poderoso, infinito e insondable, autor de maravillas… Y
evidentemente, ante esa plenitud deslumbrante te sentirás insignificante,
débil, vulnerable, necesitado de todo. Esa actitud de humildad y verdad te
atraerá la mirada del Altísimo.
“En ése pondré mis
ojos —dice Dios— en el humilde y abatido, en el que se estremece ante mis palabras” (Isaías
66, 2). “Cuando contemplo el cielo, obra de tus manos, la luna y las estrellas
que has creado, ¿qué es el hombre para que te acuerdes de él, el ser humano
para darle poder? Lo hiciste poco inferior a los ángeles, lo coronaste de
gloria y dignidad, le diste el mando sobre las obras de tus manos, todo lo
sometiste bajo sus pies. Rebaños de ovejas y toros, y hasta las bestias del
campo, las aves del cielo, los peces del mar, que trazan sendas por las aguas.
¡Señor, dueño nuestro, qué admirable es tu nombre en toda la tierra” (Salmo 8).
Ubicarse ante Dios significa ser conscientes de nuestra
pequeñez y dependencia, porque “El Señor es un Dios grande, soberano de todos los dioses: tiene en su
mano las simas de la tierra, son suyas las cumbres de los montes, suyo es el
mar, porque él lo hizo, la tierra firme que modelaron sus manos”, (Sal 94). Con razón antes de hablar a Dios, Abrahán le pedía perdón porque se
sentía “polvo y ceniza”. P. Natalio.
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